Tal como lo expuse en mi artículo "La performance, hija desaparecida de las artes visuales", nuestra historia nos hace a nosotros fallar ante el arte. Fácil es espantarse, criticar o juzgar soberbiamente, imitar una indiferencia porque el orgullo no nos permite admitir que no tenemos recursos para entender algo que se desnuda ante nosotros, algo que se presenta sin muchos filtros, y nos es mas facil despreciar que aprender.
La Galería Wallrod ha hecho una apuesta que el sistema de galerías de nuestro país no se anima con frecuencia, y aplaudo esa actitud aunque entiendo si en este proceso de importación, donde alguien que creció en Nueva York, y que - tal como me lo admitió al compararlo con Nan Goldin - fue alumno de ella, el fracaso sea nuestro si no valoramos este tipo de actos en nuestros circuitos artísticos.
En lo personal, me quedé más tiempo imaginando la relación de su cuerpo con la de su madre, que viendo las fotografías en sí de su estado de salud física. Me había citado con él para conocerlo en persona, pero no venía y yo ya tenía que irme. Me tomé el atrevimiento entonces de dejarle una nueva nota simil a la que su madre le dejó para que vea cuando despierte del coma, y oculté la mía trás la de ella. Cuando me dispuse a marcharme, él apareció. Se hizo carne, nos sacamos una foto juntos, y me fui, reflexiva, pensando si hice bien en intervenir en su realidad... y sí, él intervino en la mía. El arte nos confrontó a nosotros mismos, no puede haber fracaso en eso.